Por Ernesto Bohoslavsky *
Pocos analistas se han resistido a comparar a la presente debacle económica internacional con la iniciada en 1929 también en la Bolsa de Wall Street, y a destacar que el fortalecimiento y relegitimación de la intervención estatal sobre los mercados parecen ser una consecuencia común de ambos sucesos. Pero esa comparación se suele realizar tomando en cuenta las causas (norteamericanas) del desastre económico y no tanto el impacto y las reacciones que se vivieron en nuestro continente. Menos transitado ha sido el contraste con la crisis de la deuda originada con el default mexicano de 1982, que también parece tener algunas similitudes con el tiempo actual. Estas líneas aspiran a sondear las posibilidades de una comparación entre esos tres episodios (1929, 1982, 2009), partiendo de la convicción de que es necesario pensar la crisis desde América latina. Pensar “desde” significa que no hay ni puede haber una reflexión abstracta, despegada de la tierra sobre la que se produce y de las personas para las que se habla. De allí que la crisis no presenta la misma cara para todos, sino que tiene distintos perfiles y urgencias según la sociedad que la sufre. Después de todo, no está de más recordar que este tipo de procesos genera múltiples y simultáneas disputas: por los ingresos, por las pérdidas, por el empleo, pero también por la asignación de sentidos.
Precisamente, uno de los rasgos más llamativos de la crisis que vivimos es que no tiene nombre (todavía). Ni siquiera es conocida como “la crisis del 2008”, quizás por el temor de que lo más relevante o grave de ese proceso todavía no haya llegado o de que deba hablarse de “la crisis de los dos miles”. La falta de nombre es síntoma de la insuficiencia de los diagnósticos o de su falta de capacidad para convencer a las sociedades. De hecho, una de las explicaciones más reiteradas –y, a mi entender, insatisfactoria– es aquella que insiste en señalar a la codicia como causa de los males que actualmente se viven. Así, según esta explicación bíblica, el inescrupuloso deseo de unos pocos de obtener ganancias extraordinarias condujo al descalabro del sistema bursátil. La contracara de esta afirmación es que el mercado financiero internacional funcionaría sin problemas de no ser por esos codiciosos de Wall Street que se tentaron frente a la (Gran) Manzana, y sobre los que debería encapsularse la culpa.
I
La caída del sistema financiero estadounidense en 1929 se “contagió” del Norte al Sur, al igual que la crisis actual. Los inversores norteamericanos retiraron los fondos colocados en el exterior para salvar sus posiciones locales. Entonces la República de Weimar dejó de pagar las reparaciones de guerra a Inglaterra y Francia y éstos cesaron en la remisión de sus deudas con los bancos norteamericanos, conformando un círculo vicioso. Los países del Sur sufrieron fuertemente el retiro de las inversiones metropolitanas, pero sobre todo la caída del precio y del volumen de sus exportaciones. Fue un golpe muy duro para los grandes propietarios mineros y latifundistas latinoamericanos, así como para aquellos que dependían de la ventura de esos negocios (los trabajadores y el fisco). La reducción de los ingresos públicos condujo al déficit fiscal y la cesación de pagos a proveedores y empleados públicos. La crisis económica y del erario rápidamente pasó al nivel político, lo cual se expresó en los diez golpes de Estado que se sucedieron entre 1930 y 1932 en la región: la discusión política pasaba por cómo distribuir socialmente el costo de la vertical caída de ingresos externos y qué salidas desarrollar a futuro.
Por entonces, el mundo era distinto al actual. No había una autoridad financiera internacional (muchas de las monedas ni siquiera eran convertibles entre sí después de 1930) y tampoco existía una potencia hegemónica mundial. Estados Unidos podría haberlo sido, pero su política aislacionista de los años ’20 iba en sentido contrario. Reino Unido y Francia habían ampliado sus colonias gracias a la guerra, y los ingleses conservaban buenas –aunque decrecientes– inversiones en el Cono Sur. Después de 1933, la Alemania de Hitler también estaría dispuesta a disputar algunos espacios del liderazgo económico, sobre todo en Europa oriental y en menor medida América.
Frente a la crisis, los países latinoamericanos desarrollaron dos estrategias económicas. Los más pequeños profundizaron su subordinación a algunas de las metrópolis, por entonces embarcadas en experiencias proteccionistas. Otros países, los más grandes y de desarrollo más complejo, terminaron viviendo procesos de industrialización ante la caída del mercado externo. En todo caso, lo que primaron fueron las salidas nacionales, donde cada país latinoamericano se vinculó de la mejor manera posible frente a múltiples y competitivos “centros” (Washington, Londres y Berlín). Por entonces, al igual que ahora, vino primero la práctica y luego la explicación, puesto que la crisis era simultáneamente financiera e interpretativa: a posteriori de los experimentos de planificación y regulación apareció la justificación keynesiana o dirigista de esa intervención estatal.
II
La “crisis de la deuda” se desató a partir de que en 1982 las autoridades mexicanas declararon que no podían seguir honrando sus compromisos externos. El caso de México no era único: los gobiernos del continente, casi todos dictaduras cívico-militares, vivían la angustia por el final de los petrodólares y la imposibilidad de renovar los créditos con las mismas tasas y plazos. El presidente peruano Alan García fijó en 1985 un límite en el pago de la deuda externa nacional y dos años después Brasil declaró una moratoria unilateral. La crisis hizo el recorrido inverso al de 1930: fue del Sur al Norte, de los deudores a los acreedores. Los principales tenedores de deuda latinoamericana advirtieron que tenían una cartera demasiado riesgosa (“tóxica” es el término actual) por haber confiado en que las dictaduras les devolverían el dinero. Si no eran rescatados los países deudores, o al menos aquellos que potencialmente podían contagiar al resto, lo que caería no era tal o cual mandatario, sino la banca occidental.
El contexto era muy diferente del que enfrentó el continente en 1930. La multipolaridad había dado paso a una hegemonía norteamericana en la región –insolente y testimonialmente contestada por Cuba—, que no toleraba coqueteos con la otra superpotencia. Por otro lado, había una autoridad financiera internacional reconocida, el FMI, de creciente poder de presión sobre los países del Tercer Mundo. De hecho, la gran novedad era la capacidad del Fondo para imponerles condiciones políticas y macro-económicas a los países deudores a cambio de recibir desahogo financiero. La disciplina del ajuste para resolver una crisis considerada de liquidez ingresó más por el lado de la urgencia que el de la convicción.
La recesión y el proteccionismo agrícola de Europa poco ayudaron a la recuperación económica de América latina, cuyo PBI cayó aproximadamente un 3 por ciento entre 1980 y 1991. Y si bien el volumen de las exportaciones regionales creció fuertemente en la década (principalmente bienes primarios), el otro resultado fue el costo social derivado de la disciplina fiscal impuesta para retomar el pago de la deuda. Reducción de los salarios reales, achique del gasto público en salud y educación, desindustrialización, deterioro de los indicadores sociales y empeoramiento de la distribución de ingreso son algunas de las consecuencias de esa década “perdida”. La paradójica combinación de recesión e inflación lanzó a muchas empresas y millones de latinoamericanos al sector informal de la economía, dificultando la recaudación e incentivando el pluriempleo y la flexibilización laboral de jure o de facto.
III
Los nocivos efectos de la actual crisis financiera internacional sobre el continente son bien conocidos: reducción de las inversiones en empresas y en bonos provenientes de estos pagos, caída de la actividad económica y empeoramiento de las expectativas de los consumidores y empresarios. Pero hay otros dos aspectos a destacar. El primero es que la crisis afectó sobre todo a las economías y a las empresas más transnacionalizadas, y entre ellas hay que contar a muchas firmas originarias de esta parte del mundo. Según un informe de Economática, de las 122 empresas más perjudicadas por la crisis, 45 son brasileñas y cuatro mexicanas. La firma de agronegocios Agrenco, de origen brasileño, perdió en doce meses el 98,3 por ciento de su cotización en Nueva York. El valor de la compañía minera MMX, también brasileña, pasó de 8080 millones a 361 millones de dólares en un año. La segunda postal a destacar de la crisis en América latina es su poderosa capacidad para generar pobreza y regresión social. Según un informe de la Fundaçao Getúlio Vargas, la clase media brasileña se redujo del 53,8 al 52,6 por ciento de la población entre diciembre y enero: un descenso del 1,2 por ciento en sólo un mes es mucho, pero es más si se tiene en cuenta que fueron necesarios 72 meses de gobierno del PT para que creciera un 10,8 por ciento.
En las décadas de 1930, de 1980 y de 1990 hubo un despliegue de estrategias exclusivamente nacionales, dejando de lado las posibles ventajas de una salida cooperativa continental. En 1930 no hubo pool de exportadores y en 1982 no se creó el temido (por el Norte) pool de deudores. Y esto a pesar de la similitud de las dificultades y vulnerabilidades económicas por las que pasaban los países de la región. ¿Habrá ahora lugar para la acción asociada y colectiva de América latina? La oportunidad parece un poco más propicia, puesto que el orden ya no es indiscutidamente unipolar, no tanto por la aparición de nuevos liderazgos mundiales, sino más bien por la pérdida de legitimidad de Washington y del FMI para exigir la aplicación de la ortodoxia monetarista.
* Profesor e investigador de la Universidad Nacional de General Sarmiento.
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Pocos analistas se han resistido a comparar a la presente debacle económica internacional con la iniciada en 1929 también en la Bolsa de Wall Street, y a destacar que el fortalecimiento y relegitimación de la intervención estatal sobre los mercados parecen ser una consecuencia común de ambos sucesos. Pero esa comparación se suele realizar tomando en cuenta las causas (norteamericanas) del desastre económico y no tanto el impacto y las reacciones que se vivieron en nuestro continente. Menos transitado ha sido el contraste con la crisis de la deuda originada con el default mexicano de 1982, que también parece tener algunas similitudes con el tiempo actual. Estas líneas aspiran a sondear las posibilidades de una comparación entre esos tres episodios (1929, 1982, 2009), partiendo de la convicción de que es necesario pensar la crisis desde América latina. Pensar “desde” significa que no hay ni puede haber una reflexión abstracta, despegada de la tierra sobre la que se produce y de las personas para las que se habla. De allí que la crisis no presenta la misma cara para todos, sino que tiene distintos perfiles y urgencias según la sociedad que la sufre. Después de todo, no está de más recordar que este tipo de procesos genera múltiples y simultáneas disputas: por los ingresos, por las pérdidas, por el empleo, pero también por la asignación de sentidos.
Precisamente, uno de los rasgos más llamativos de la crisis que vivimos es que no tiene nombre (todavía). Ni siquiera es conocida como “la crisis del 2008”, quizás por el temor de que lo más relevante o grave de ese proceso todavía no haya llegado o de que deba hablarse de “la crisis de los dos miles”. La falta de nombre es síntoma de la insuficiencia de los diagnósticos o de su falta de capacidad para convencer a las sociedades. De hecho, una de las explicaciones más reiteradas –y, a mi entender, insatisfactoria– es aquella que insiste en señalar a la codicia como causa de los males que actualmente se viven. Así, según esta explicación bíblica, el inescrupuloso deseo de unos pocos de obtener ganancias extraordinarias condujo al descalabro del sistema bursátil. La contracara de esta afirmación es que el mercado financiero internacional funcionaría sin problemas de no ser por esos codiciosos de Wall Street que se tentaron frente a la (Gran) Manzana, y sobre los que debería encapsularse la culpa.
I
La caída del sistema financiero estadounidense en 1929 se “contagió” del Norte al Sur, al igual que la crisis actual. Los inversores norteamericanos retiraron los fondos colocados en el exterior para salvar sus posiciones locales. Entonces la República de Weimar dejó de pagar las reparaciones de guerra a Inglaterra y Francia y éstos cesaron en la remisión de sus deudas con los bancos norteamericanos, conformando un círculo vicioso. Los países del Sur sufrieron fuertemente el retiro de las inversiones metropolitanas, pero sobre todo la caída del precio y del volumen de sus exportaciones. Fue un golpe muy duro para los grandes propietarios mineros y latifundistas latinoamericanos, así como para aquellos que dependían de la ventura de esos negocios (los trabajadores y el fisco). La reducción de los ingresos públicos condujo al déficit fiscal y la cesación de pagos a proveedores y empleados públicos. La crisis económica y del erario rápidamente pasó al nivel político, lo cual se expresó en los diez golpes de Estado que se sucedieron entre 1930 y 1932 en la región: la discusión política pasaba por cómo distribuir socialmente el costo de la vertical caída de ingresos externos y qué salidas desarrollar a futuro.
Por entonces, el mundo era distinto al actual. No había una autoridad financiera internacional (muchas de las monedas ni siquiera eran convertibles entre sí después de 1930) y tampoco existía una potencia hegemónica mundial. Estados Unidos podría haberlo sido, pero su política aislacionista de los años ’20 iba en sentido contrario. Reino Unido y Francia habían ampliado sus colonias gracias a la guerra, y los ingleses conservaban buenas –aunque decrecientes– inversiones en el Cono Sur. Después de 1933, la Alemania de Hitler también estaría dispuesta a disputar algunos espacios del liderazgo económico, sobre todo en Europa oriental y en menor medida América.
Frente a la crisis, los países latinoamericanos desarrollaron dos estrategias económicas. Los más pequeños profundizaron su subordinación a algunas de las metrópolis, por entonces embarcadas en experiencias proteccionistas. Otros países, los más grandes y de desarrollo más complejo, terminaron viviendo procesos de industrialización ante la caída del mercado externo. En todo caso, lo que primaron fueron las salidas nacionales, donde cada país latinoamericano se vinculó de la mejor manera posible frente a múltiples y competitivos “centros” (Washington, Londres y Berlín). Por entonces, al igual que ahora, vino primero la práctica y luego la explicación, puesto que la crisis era simultáneamente financiera e interpretativa: a posteriori de los experimentos de planificación y regulación apareció la justificación keynesiana o dirigista de esa intervención estatal.
II
La “crisis de la deuda” se desató a partir de que en 1982 las autoridades mexicanas declararon que no podían seguir honrando sus compromisos externos. El caso de México no era único: los gobiernos del continente, casi todos dictaduras cívico-militares, vivían la angustia por el final de los petrodólares y la imposibilidad de renovar los créditos con las mismas tasas y plazos. El presidente peruano Alan García fijó en 1985 un límite en el pago de la deuda externa nacional y dos años después Brasil declaró una moratoria unilateral. La crisis hizo el recorrido inverso al de 1930: fue del Sur al Norte, de los deudores a los acreedores. Los principales tenedores de deuda latinoamericana advirtieron que tenían una cartera demasiado riesgosa (“tóxica” es el término actual) por haber confiado en que las dictaduras les devolverían el dinero. Si no eran rescatados los países deudores, o al menos aquellos que potencialmente podían contagiar al resto, lo que caería no era tal o cual mandatario, sino la banca occidental.
El contexto era muy diferente del que enfrentó el continente en 1930. La multipolaridad había dado paso a una hegemonía norteamericana en la región –insolente y testimonialmente contestada por Cuba—, que no toleraba coqueteos con la otra superpotencia. Por otro lado, había una autoridad financiera internacional reconocida, el FMI, de creciente poder de presión sobre los países del Tercer Mundo. De hecho, la gran novedad era la capacidad del Fondo para imponerles condiciones políticas y macro-económicas a los países deudores a cambio de recibir desahogo financiero. La disciplina del ajuste para resolver una crisis considerada de liquidez ingresó más por el lado de la urgencia que el de la convicción.
La recesión y el proteccionismo agrícola de Europa poco ayudaron a la recuperación económica de América latina, cuyo PBI cayó aproximadamente un 3 por ciento entre 1980 y 1991. Y si bien el volumen de las exportaciones regionales creció fuertemente en la década (principalmente bienes primarios), el otro resultado fue el costo social derivado de la disciplina fiscal impuesta para retomar el pago de la deuda. Reducción de los salarios reales, achique del gasto público en salud y educación, desindustrialización, deterioro de los indicadores sociales y empeoramiento de la distribución de ingreso son algunas de las consecuencias de esa década “perdida”. La paradójica combinación de recesión e inflación lanzó a muchas empresas y millones de latinoamericanos al sector informal de la economía, dificultando la recaudación e incentivando el pluriempleo y la flexibilización laboral de jure o de facto.
III
Los nocivos efectos de la actual crisis financiera internacional sobre el continente son bien conocidos: reducción de las inversiones en empresas y en bonos provenientes de estos pagos, caída de la actividad económica y empeoramiento de las expectativas de los consumidores y empresarios. Pero hay otros dos aspectos a destacar. El primero es que la crisis afectó sobre todo a las economías y a las empresas más transnacionalizadas, y entre ellas hay que contar a muchas firmas originarias de esta parte del mundo. Según un informe de Economática, de las 122 empresas más perjudicadas por la crisis, 45 son brasileñas y cuatro mexicanas. La firma de agronegocios Agrenco, de origen brasileño, perdió en doce meses el 98,3 por ciento de su cotización en Nueva York. El valor de la compañía minera MMX, también brasileña, pasó de 8080 millones a 361 millones de dólares en un año. La segunda postal a destacar de la crisis en América latina es su poderosa capacidad para generar pobreza y regresión social. Según un informe de la Fundaçao Getúlio Vargas, la clase media brasileña se redujo del 53,8 al 52,6 por ciento de la población entre diciembre y enero: un descenso del 1,2 por ciento en sólo un mes es mucho, pero es más si se tiene en cuenta que fueron necesarios 72 meses de gobierno del PT para que creciera un 10,8 por ciento.
En las décadas de 1930, de 1980 y de 1990 hubo un despliegue de estrategias exclusivamente nacionales, dejando de lado las posibles ventajas de una salida cooperativa continental. En 1930 no hubo pool de exportadores y en 1982 no se creó el temido (por el Norte) pool de deudores. Y esto a pesar de la similitud de las dificultades y vulnerabilidades económicas por las que pasaban los países de la región. ¿Habrá ahora lugar para la acción asociada y colectiva de América latina? La oportunidad parece un poco más propicia, puesto que el orden ya no es indiscutidamente unipolar, no tanto por la aparición de nuevos liderazgos mundiales, sino más bien por la pérdida de legitimidad de Washington y del FMI para exigir la aplicación de la ortodoxia monetarista.
* Profesor e investigador de la Universidad Nacional de General Sarmiento.
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