domingo, 14 de junio de 2009

Vida

Por Daynet Rodríguez

Es increíble como la mayoría de los testimonios inmediatos a la caída del Che Guevara en La Higuera, aquel octubre de 1967, y las expresiones llegadas desde todas latitudes en solidaridad con Cuba y con el dolor de su pueblo, hablaban de tristeza pero sobre todo, de vida. Me parece increíble porque imagino que el desconsuelo de entonces debió ser mayúsculo, la sensación de vacío, la pérdida irreparable, y sin embargo la certeza era unánime: los intelectuales, en medio de su pesar, intuían claramente que no se había matado al Che, que obraba un segundo nacimiento del hombre para América Latina y el mundo. En ese sentido, una frase me sobrecoge especialmente, la de Rodolfo Walsh cuando escribe: “Alguien tarde o temprano se irá al carajo de este continente. No será la memoria del Che. Que ahora está desparramado en cien ciudades”. Y es que el Comandante había entregado durante su vida, como bien dice Lezama Lima, “las pruebas terribles y magníficas de su tamaño para la transfiguración”. Una transfiguración y un mito que los conservadores hoy pretenden robar, re-escribir, reconfigurar y vender. Volverlo estéril, imposible. Es la manera de acabar la muerte inconclusa de aquel octubre, una apuesta a la desmemoria, a la banalización, al hastío. Y ya que no muere de una muerte rápida, pues que fallezca lentamente en el mercado de las ideas y de la realidad. Y así lo hemos visto en pullóveres y baratijas, en películas y posters, pero quiero pensar que mucho queda de su ejemplo en quienes compran o miran la mercancía; que más que una moda, es un móvil, un detonante. Por lo menos es la sensación después de leer estas palabras de Rigoberta Menchú: “Al igual que mucha gente de mi pueblo, mi primer conocimiento del Che fue más por su imagen y simbolismo que por sus escritos y su obra”. Y es la misma sensación cuando miro a mis contemporáneos, soñadores de estrellas, Quijotes, sabedores de que la inmovilidad sería la verdadera muerte del Che. Entonces no es descabellado reiterar la invocación que hiciera Cortázar en aquellos días tristes, de semilla: “Pido lo imposible, lo más inmerecido, lo que me atreví a hacer una vez, cuando él vivía: pido que sea su voz la que se asome aquí, que sea su mano la que escriba estas líneas. Sé que es absurdo y que es imposible, y por eso mismo creo que él escribe esto conmigo, porque nadie supo mejor hasta qué punto lo absurdo y lo imposible serán un día la realidad de los hombres, el futuro por cuya conquista dio su joven, su maravillosa vida. Usa entonces mi mano una vez más, hermano mío, de nada les habrá valido cortarte los dedos, de nada les habrá valido matarte y esconderte con sus torpes astucias. Toma, escribe: lo que me quede por decir y por hacer lo diré y lo haré siempre contigo a mi lado. Sólo así tendrá sentido seguir viviendo”.

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