lunes, 10 de agosto de 2009

REPORTAJE. Testigo del horror: Las reinas de Saba


(...) Trono de arena. Volvemos a ver a la señora de Saba unas horas más tarde, en la playa, pero esta vez es somalí. Antiguos textos abisinios la llaman Makeda. El Corán la llama Belkis y la presenta "en un trono magnífico". Pero ella asegura llamarse Ayanna, trae un bebé en brazos y está sentada en la arena. Hace parte de los new arrivals, o recién llegados, tras un landing, o desembarco, traídos por los smugglers, o traficantes de personas. Los propios somalíes bautizan su éxodo con estos nombres en inglés; a fin de cuentas, aprendieron el idioma durante los años de dominación británica, una de tantas que han tenido que sobrellevar. También los franceses, los italianos, los rusos y Ronald Reagan saquearon su tierra, la convirtieron en campo de batalla y tras el retiro de las tropas la dejaron sembrada de armas, las mismas que luego fueron desenterradas por los asesinos locales: señores de la guerra, narcos, violadores, tiranos, piratas, clanes enfrentados, milicias vengadoras, smugglers. Hoy, las grandes naciones ni asoman por Somalia; la han dejado librada a la impiedad de su suerte. Nadie puede con ella, ardiente luna silenciosa que a todos espanta. En 1992, cuando ya el exterminio y la hambruna la habían arrasado, el mundo pareció apiadarse y mandó por fin ayuda humanitaria. Con resultados desastrosos: a los siete meses de su arribo, las fuerzas de Naciones Unidas la abandonaban, ametrallando en su huida a población civil desde helicópteros. A todos derrota la indómita Somalia, pero a quien más derrota, castiga y desangra es a sí misma. Me recita Habiba un viejo dicho somalí: "Con mi hermano contra el resto de la familia. Con mi familia contra mi clan. Con mi clan contra los demás clanes. Todos los clanes juntos contra el resto del mundo". Conozco el fenómeno. También yo provengo de un país, Colombia, hundido en un atolladero histórico donde nos devoramos los unos a los otros. No por nada Colombia y Somalia comparten el mismo paralelo sobre el globo terráqueo.
El bebé que Ayanna sostiene en brazos está vivo. Milagrosamente. Pese a estar exhausta y atónita, ella repite una letanía de frases secas, cortas. Dice a quien quiera oírla, o se dice a sí misma, que su niño venía llorando en el barco. Los smugglers le advirtieron que lo tirarían al mar si no lo callaba, pero cómo iba a callarlo, si ni agua tenía para darle. El niño siguió llorando y lo tiraron. Ella se tiró detrás, pudo agarrarlo antes de que se ahogara y nadó con él hasta la costa. Pero en el barco se le quedaron sus otros dos hijos. Luego los encontró, allí en la playa, vivos también. Uno de los refugiados que venían con ella en el barco los había ayudado a alcanzar la orilla.
No todos corren con la misma suerte. Barcos en los que sólo cabrían 30 o 40 personas son atiborrados con 120 o 150, en travesías que suelen durar entre tres y cinco días. Las soportan sin comer ni beber, a rayo de sol, entre orines, heces y vómitos propios y ajenos. A quien se mueva o proteste, los smugglers le descerrajan un correazo por la cabeza, la cara, la espalda, abriéndole la carne con la hebilla metálica del cinturón. Para no ser interceptados por la patrulla costera yemení, los barcos llegan de noche, dan media vuelta antes de alcanzar la orilla para emprender el regreso y en ese momento arrojan al agua su carga humana. En medio de la ciega negrura, algunos se ahogan porque no saben nadar. Otros, porque vienen entumidos tras permanecer tanto tiempo inmóviles y encogidos. Los hay que desaparecen nadando mar adentro, porque en la costa desierta no hay una luz que los guíe. Los etíopes llevan la peor parte. En el barco los hacinan abajo, en la bodega para el pescado, donde no es raro que mueran de asfixia, y una vez en Yemen no se les reconoce status de refugiados políticos, como sí a los somalíes. Por capricho de las convenciones internacionales, los etíopes son considerados simples migrantes económicos, y en cuanto tales pueden ser deportados.
Cuando emprenden el viaje, todos ellos saben del horror que les espera. No sólo lo saben, sino que duran meses juntando los 80 o 100 dólares que les cobran por el pasaje. "En el mar es posible que te mueras", me dice Habiba, "pero si te quedas en Somalia, es seguro que te matan".
Traídos por las aguas. Habiba huyó de Somalia hace siete años, también ella en patera, y hoy trabaja con los equipos de Médicos Sin Fronteras que patrullan la costa yemení a la espera de landings. Socorren a los recién llegados con primeros auxilios, agua, biscuits ricos en proteínas, ropa seca y chanclas de caucho, y les ofrecen transporte hasta un centro médico en la vecina Ahwar, donde podrán permanecer mientras se reponen. Al menos del cuerpo. Del extremo sufrimiento, la desesperanza y la muerte de los suyos, nadie podrá curarlos. Me cuentan que, hace unas semanas, entre los refugiados venía una muchacha muy bella. ¿Acaso no sería ella la reina de Saba? A lo mejor -condesciende Habiba-, pero al llegar a Yemen, los traficantes le impidieron bajarse del barco junto con los demás. Ella gritó, se volvió loca, intentó tirarse al agua, pero la amarraron. Se la llevaron de vuelta para violarla a su antojo.
Hussein, otro de los integrantes de MSF, me habla de la madrugada del pasado 15 de diciembre. "Imposible olvidar esa fecha", dice. "Al llegar a casa me bañé, al otro día me bañé dos veces. Pero por más que me bañe, esa fecha no la olvido. Habíamos salido a patrullar por la costa y hacia las siete de la mañana divisamos siluetas. ¡Landing! Venían como zombis", dice Hussein, "desnudos, con la expresión en blanco. Estaban muy mal, peor que otras veces. No reaccionaban. Al fin uno nos dijo lo que ya sospechábamos, que había volcado la patera en la que venían con otros 130 pasajeros. Atendimos a los vivos, corrimos hacia el mar y a lo largo de la playa fuimos encontrando los cadáveres. Muchos. Conté 57. Entre ellos había niños, adolescentes, mujeres embarazadas. Los cangrejos ya se estaban comiendo sus cuerpos. Los fuimos arrastrando lejos del agua, los tomamos fotos para que después sus familiares pudieran identificarlos, los metimos en bolsas plásticas. Trabajamos hasta que se cerró la oscuridad y no nos permitió seguir haciéndolo. Regresamos a la playa a primera hora del día siguiente y vimos que el mar había traído más cuerpos"... › Seguir leyendo

Fragmento de un reportaje publicado por El País Semanal, bajo la firma de la escritora colombiana Laura Restrepo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario