Daynet Rodríguez Sotomayor
Hace poco más de un año, Alejandro Toledo, exgobernante peruano
entre el 2001 y el 2006, expresaba en el III Encuentro de la Red
Latinoamericana y del Caribe para la Democracia (CedLac): "Soy un
académico, tengo un doctorado en Stanford, soy profesor en Standford, de
Harvard, y todavía no entiendo lo que es el socialismo del siglo XXI",
para más adelante añadir que, en todo caso, era "un invento caribeño de
Hugo Chávez". Más allá de su visión despectiva y eurocentrista -no importa
que sea un mestizo peruano-, la frase de Toledo encarna un poco esa perplejidad
de la derecha para comprender los procesos de cambio de América Latina, y como
de pronto este continente, de alguna manera, se les había ido de las manos; y
de otro lado, la incapacidad de la propia academia, para conformar un cuerpo
teórico sólido explicativo de esos cambios.
Tras
el fracaso que significó la construcción del socialismo real en Europa del
Este, que desvirtuó los principios del marxismo-leninismo a partir de dos
hechos concretos: el estalinismo, que instauró una verdadera dictadura o
totalitarismo, y en un punto determinado, el estancamiento de las fuerzas
productivas, desde diversos enfoques de la teoría y la praxis política se
intentó regresar a los planteamientos originales del marxismo y rescatar,
precisamente, aquellos aspectos que la experiencia fallida del socialismo real
no había logrado desarrollar, desde un distanciamiento del pensamiento único de
las elites y una aproximación a las posibilidades políticas comportamentales de
los explotados y excluidos, y de una forma de pensar desprovista de prejuicios
y rezagos.
Paralelamente, el contexto mundial demostraba
la inoperancia del capitalismo para cumplir los anhelos de la mayoría y seguía
exigiendo a gritos que el viejo orden de cosas debía y debe ser superado:
aumento de las desigualdades sociales, dependencia económica, deudas, crisis
cíclicas, pérdida de las riquezas nacionales, depredación de los recursos
naturales. Precisamente en América Latina, un continente particularmente
azotado por la brecha de la inequidad, por siglos de explotación y saqueos, por
la condición neocolonial, por años de democracias malogradas, de partidocracia
y golpes de estados, por el neoliberalismo económico que aquí se ensayó y
experimentó, nace el Socialismo del siglo XXI como una respuesta, con sus
enormes retos y desafíos, y como un enfoque eminentemente latinoamericano.
”El
Socialismo del siglo XXI es un fenómeno político que avanza en su influencia
con el resurgir de la izquierda que pretende distanciarse de los esquemas y
errores del modelo eurosoviético, a partir de una nueva concepción genuinamente
americana. En consecuencia una de las proyecciones democrática, popular y
antiimperialista en el poder, es el proceso revolucionario de Venezuela
liderado por Hugo Chávez”, acota el investigador cubano Gilberto Valdés en su
artículo Socialismo del Siglo XXI: Desafíos de la sociedad “más allá” del
Capital.
El
concepto fue enunciado por el alemán radicado en México, Heinz Dieterich, durante
los años 1995 y 1996. Pero fue el líder venezolano Hugo Chávez, quien
popularizó el término en el 5to Foro Social Mundial. Luego lo han utilizado
Rafael Correa, con su Revolución Ciudadana de Ecuador; Evo Morales en Bolivia;
Daniel Ortega en Nicaragua; para asociarlo a los nuevos procesos democráticos,
populares, nacionalistas, antiimperialistas que se han producido en el
continente.
El
líder venezolano, es sin ninguna duda, el primer gran exponente del pensamiento
crítico latinoamericano en el siglo XXI. Fruto de toda una tradición
continental de pensamiento y acción, con la Revolución Cubana de referente más
cercano, y de ese adverso contexto neoliberal que en Venezuela había tenido un
momento clímax con el Caracazo en 1989, Hugo Chávez llegó al poder por un
accidente de la democracia liberal, una falla en el sistema –producto de una
profunda crisis interna de legitimidad-, que inauguró una nueva forma de hacer
política a partir de los mismos mecanismos ya establecidos pero que también ha
impuesto retos que veremos más adelante. Chávez fue capaz de hacer confluir la
teoría y la reflexión con la práctica política, y fue notable su capacidad para
generar acciones de gobierno sustentadas en una vocación popular, nacional,
latinoamericanista y humanitaria. Chávez y el movimiento revolucionario
venezolanos fueron imprescindibles para recomponer el horizonte de esperanza a
finales de los años 90, una década especialmente difícil para la Izquierda, en
la que se anunció el Fin de la Historia y de la Izquierda misma como
alternativa ideológica, y la “Tercera Vía” hizo de las suyas como método blando
de ropaje para las políticas económicas neoliberales.
Paralelo
a las acciones gubernamentales que poco a poco intentaban abrirse paso en el
esquema democrático liberal, como la aprobación de una nueva Carta Magna que
consagraba legalmente la participación popular en todos los asuntos de interés
nacional y la aprobación de numerosos proyectos de desarrollo Económico y
Social, de inclusión social, de soberanía, se hizo imprescindible la emergencia
del concepto de Socialismo del Siglo XXI, como horizonte teórico de esos
cambios, para llenar el vacío ideológico dejado por el neoliberalismo y apegarse,
como decíamos al principio, a otra racionalidad, a otra ética, más atenta a las
necesidades y aspiraciones de los Pueblos que a las imposiciones del mercado.
En
consecuencia, el socialismo del siglo XXI rescata la democracia participativa y
al hombre como centro y actor de la política, como objeto central de la
reflexión. Chávez se apropió fuertemente de este elemento formulado por
Dieterich y de su reconceptualización de soberanía –política y social-, para
impulsar una democracia participativa y revolucionaria, protagónica, en la que
conviviera la democracia representativa con formas de democracia directa. La
idea del Socialismo del siglo XXI adaptada a sus circunstancias de origen
América Latina habla de que este no tiene que ser de estado, ni de partido
único, mientras que otorga un rol fundamental a las organizaciones de base,
quienes deben ejercer el control sobre las decisiones políticas. Chávez, por su
parte, apuesta por el reforzamiento del estado pero controlado por el pueblo y
desarrolla todo un movimiento de consejos comunales para la participación
activa en la política. De esa forma, logra que los venezolanos se asuman como
integrantes de una comunidad política nacional con un sentido de futuro
compartido, en tiempos de la bancarrota intelectual y moral de las clases
dirigentes – clientelas de los intereses capitalistas y, no es ocioso
repetirlo, rescató el concepto de patria, de venezonalidad.
Con
un carácter emancipador del ser humano, el Socialismo del Siglo XXI intenta
desatar todas las capacidades y oportunidades de las fuerzas productivas, pero
en armonía con la biodiversidad y el medio ambiente. En este sentido, se
contrapone no solo a los conceptos depredadores del neoliberalismo, sino
también a las posiciones desarrollistas que tuvieron gran auge en América
Latina cuando propone un camino de desarrollo científico “fundado en la
generación de capacidades endógenas”. “Debemos avanzar hacia una explosión
masiva del conocimiento, de tecnología, de innovación, en función de las
necesidades sociales y económicas del país y de la soberanía nacional”, decía
Chávez. Según los enunciados de Dieterich, el Socialismo del siglo XXI acepta
la convivencia del mercado, pero pide volver a una economía de equivalencia de
los valores reales de la mercancía, en la que los precios no se atrofien por el
valor de los monopolios. Es decir, propone lo que denomina una economía de
valores fundada en el valor del trabajo que implica un producto o servicio y no
en las leyes de la oferta y la demanda.
Estos son ideales, solo para un mundo sin monopolios y Chávez lo
comprende. Recupera el control de la tierra, de los recursos naturales claves
como el petróleo, sectores sensibles como la educación y la salud, y abre
formas de propiedad comunitaria, cooperativa, y de propiedad privada, como la
pequeña producción mercantil, al tiempo que insiste en la autogestión y el
control obrero.
Otro
eje de este enfoque es la integración y cooperación, enunciado por Dieterich
quien apuesta por un Desarrollismo democrático regional. Aunque en realidad esa
idea fue conceptualizada y realizada en la teoría y la práctica por la
Revolución Cubana, y especialmente, por Fidel Castro. Me parece completa la
valoración que hace de este particular Santiago Roca, en su Recopilación
de documentos sobre el recorrido político de Hugo Chávez: “Su propuesta
de unidad latinoamericana rescata la
visión certera de que América Latina – como los países del Sur Global – deben
formar un ente geopolítico autónomo y soberano como medio para integrarse en
igualdad de condiciones en el sistema internacional. Esto contrasta con todo el
pensamiento integracionista de corte liberal, el cual crea distinciones entre
integración económica y cultural, y es de corte eminentemente neocolonial. Así,
si el pensamiento unionista de Bolívar encuentra su antagonista en la Doctrina
Monroe, y el de José Martí en la Enmienda Platt, el de Chávez se encarna en la
oposición al ALCA, el más portentoso intento de crear un mercado único en la
región (o lo que es decir, un desbocadero para la sobreproducción de mercancía
estadounidense). el interés unionista se encuentra también en la creación de un
conjunto de organizaciones (ALBA, UNASUR, Celac) y, sobre todo, en el impulso
de una racionalidad significativamente diferente en las relaciones
internacionales, basada en la complementariedad, en la reciprocidad y en la
solidaridad. En comparación con el destemplado unilateralismo estadounidense de
principios de siglo, la geopolítica de Chávez representó un fuerte apoyo a la
multipolaridad y a un orden global fundado en el reconocimiento y en el respeto
mutuo”.
En
2004, Fidel Castro y Chávez, dos seres con una empatía y comunión política
extraordinarias, presentaron la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra
América (ALBA), marco de integración con vocación hemisférica, más allá del
ámbito sudamericano e incluso el latinoamericano, que era radicalmente político
y estaba impregnado de la ideología antineoliberal y antiglobalista de sus
creadores. La Bolivia de Evo Morales (2006), la Nicaragua de Daniel Ortega
(2007), la Honduras de Mel Zelaya (2008) y el Ecuador de Rafael Correa (2009)
se fueron insertando sucesivamente en la
alizanza, desde 2006 inseparable del Tratado de Comercio de los Pueblos (TCP),
formulado por La Paz. Al abrigo del Alba, se han dado esquemas de cooperación
ejemplares para el beneficio de los pueblos del continente como Petrocaribe, la
Misión Milagro, o el programa Yo sí Puedo.
Por
otro lado, la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR) en 2007 y la Comunidad
de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), sucesora del Grupo de Río, en
2011 echaron a andar en sendas cumbres que tuvieron como anfitrión a Chávez, el
cual veía a estos organismos como los complementos necesarios del ALBA dentro
de una integración latinoamericano-caribeña de geometría variable. La
emergencia del ALBA, la UNASUR y más recientemente la CELAC como mecanismo de
concertación, han restado poco a poco influencia y protagonismo a foros
tradicionales como la Cumbre Iberoamericana y a la propia OEA.
Construir
una sociedad diferente, una alternativa diferente, supone grandes desafíos, más
cuando esa construcción se da en el marco del mismo sistema liberal. En Cuba
rompimos con todo, o casi todo, mientras que los nuevos procesos emancipadores
de la región se han dado en el seno de las viejas estructuras, que no han
logrado ser dinamitadas completamente. Ya lo decía Fidel en una conversación
con Chávez, recogida en los Cuentos del Arañero: “Chávez, la
guerra tuya es muy distinta a la mía. Aquí mis enemigos más acérrimos se
fueron, están en Miami. Allá tú los tienes en tus narices. Tú Miami está allá
Chávez”. ¿Podrá convivir y sobrevivir el ideal del socialismo del siglo XXI con
el actual esquema capitalista en el que nació? Creo que no, basta seguir la
lógica de que garantizar la mayor suma de justicia y equidad distributiva debe
tensar, aún más, la lucha de clases. Pero me gusta pensar, como reitera el
ensayista y filósofo cubano Enrique Ubieta en su libro Cuba: ¿Revolución o
Reforma? y otros artículos, que “el socialismo no es un punto de llegada, sino
un camino”. Una senda en la que conviven los viejos males y los nuevos desafíos
y que se va haciendo, precisamente, al andar. Y dada la propia diversidad de
nuestros pueblos, prefiero no hablar de un solo socialismo, o de un solo
camino, sino de muchos caminos que deberán seguir teniendo en cuenta la “propia
historia, sus tradiciones (incluyendo las religiosas e indígenas), sus mitos,
sus héroes, aquellos que han luchado por un mundo mejor, y las capacidades
individuales que las personas han desarrollado en el proceso de lucha”.
Esta
construcción entraña, igualmente, el enorme desafío de crear una nueva cultura,
o una cultura contrahegemónica a la capitalista, y que le dé cuerpo y sustancia
a los valores éticos de esa nueva sociedad. Y digo enorme, porque ya sabemos,
desde Cuba, cuán difícil es luchar contra los modelos culturales impuestos
globalmente. Llevamos medio siglo de Revolución, y no creo que se pueda decir
que hemos creado esa contracultura. Pero existen, también, enormes
potencialidades: quizás el chiste de que a los pueblos más remotos solo llegan
la coca-cola y los médicos cubanos sea el mejor ejemplo de esa dicotomía, pero
la subversión que significa la presencia de esos médicos y otras tantas formas
de cooperación, es ya un gran paso en la conformación de esa contracultura.
Esa
cultura alternativa deberá ser el sostén del ideal de justicia distributiva y
de equidad social, irrenunciable para cualquier proyecto de socialismo. Y
“tendrá que acompañarse”, al decir de Gilberto Valdés, “de nuevos desafíos
relacionados con el cuestionamiento del patriarcado en todas sus formas
(económicas, políticas y simbólico-culturales), del modelo productivista y
depredador de desarrollo, no solo vigente a nivel mundial, sino deificado como
aspiración y única alternativa de progreso humano (o metamorfoseado con el
apellido “sostenible” para el Sur, o de expresas alusiones a la reducción de la
pobreza, siempre que estas escondan el proceso real de empobrecimiento que la
produce). No se trata de renunciar al bienestar, sino de comprender que el mito
del bienestar centrado en el consumo desenfrenado del industrialismo moderno y
sus variantes actuales, es causa del camino acelerado hacia un punto de no
regreso para la posibilidad de la propia vida”.
Con
la pérdida física de Hugo Chávez, se impone, también, otro gran reto: repensar
el liderazgo. Ya desde el Socialismo del siglo XXI se habla del protagonismo de
las organizaciones de base, que en este nuevo contexto se vuelven más
imprescindibles que nunca. Fortalecer los movimientos populares, barriales,
sindicales, de los pueblos originarios, en fin, esa democracia participativa y
protagónica que aludía Chávez y que es el sustento del nuevo gobierno
bolivariano cuando pide que “Chávez seamos todos”.
“El socialismo en América Latina no vendrá de
ningún libro iluminado sobre “el socialismo del ni en el siglo XXI”, vendrá, en
primer lugar, de los movimientos radicales de masas (y de la intelectualidad
orgánica a ellos) en pro de alternativas social políticas que recuperen la
soberanía y la dignidad de los pueblos y enfrenten con decisión e inteligencia
estratégica a los instrumentos de dominación, explica Gilberto Valdés. Y he ahí
el nudo de la contradicción o el desencuentro final entre Dieterich y la praxis
revolucionaria de Hugo Chávez, que asumió los elementos que a su juicio se
ajustaban a la realidad política de Venezuela. Dieterich se convirtió en un
crítico de Venezuela, porque muchas de las cosas no se hacían como él las había
escrito y previsto. Pero el mismo líder bolivariano insistió más de una vez que
no había ningún lugar que dijera “este es el Socialismo del siglo XXI” sino que
en todo caso, era “una construcción heroica”. Y lo sigue siendo.
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