lunes, 11 de abril de 2011
Viaje a Fukushima
La devastada aldea de Yotsukura, en la prefectura de Fukushima
Por Suvendrini Kakuchi
Decidí viajar a Fukushima, la zona de Japón más dañada por el terremoto y tsunami del 11 de marzo y por el posterior accidente nuclear, una tarde de la semana pasada, tras una larga reunión con varios científicos.
Me invitaron a acompañarlos en una misión privada de recolección de datos, y no pude resistirme. Los científicos e ingenieros reunidos ese día mantienen dudas desde hace décadas sobre el diseño de seguridad de los reactores japoneses y son protagonistas del actual debate sobre el futuro de la energía nuclear en Japón.
"Es imperiosa la necesidad de una red de control de radiación en tiempo real, en las zonas afectadas por el accidente de la central de Fukushima Daiichi", explicó Atsuto Suzuki, responsable de la división investigadora del acelerador de partículas de alta energía de la Universidad de Tsukuba. "En ese ámbito nuestra experiencia puede servir", apuntó.
Salimos a las seis de la mañana, armados con varias botellas de agua mineral, mudas de ropa que pudiéramos descartar antes de regresar a Tokio y máscaras especiales para protegernos de la radiación en la zona de exclusión, establecida inicialmente por el gobierno en 20 kilómetros alrededor de los reactores nucleares dañados, y luego ampliada a 30.
Además llevábamos al cuello dosímetros de radioactividad, parecidos a termómetros de gran tamaño, para medir la dosis de radiación absorbida por nuestro cuerpo.
Me pidieron que usara el dosímetro todo el tiempo para registrar a cuántos microsieverts ascendía la contaminación radiactiva acumulada en mi organismo y el lugar preciso de cada medición.
El sievert (Sv) mide la dosis de radiación absorbida por la materia viva. Un microsievert equivale a 0,000001 Sv.
"Nuestro propio registro del material radiactivo es clave para comprender el accidente de Fukushima", explicó Yoichi Tao, físico jubilado, especializado en la gestión de riesgos y graduado en la Universidad de Tokio.
Tao no formó parte de la elite de especialistas que condujeron la ambiciosa industria nuclear de posguerra. Al contrario, por haber vivido la experiencia de la bomba sobre Hiroshima cuando tenía seis años, defendió la amarga verdad que Japón decidió ignorar hasta hoy: que la seguridad a toda prueba de las centrales atómicas es un "mito".
Ahora, cree Tao, "es hora de concentrarse en una definición más clara del complejo concepto de seguridad. Eso implica realizar investigaciones con diversas perspectivas y contemplando el punto de vista de los vecinos y las opiniones independientes, así como una evaluación del impacto que el accidente tendrá en otros países", explicó.
Las tres horas de viaje a Fukushima fueron conmovedoras. La mayoría de las carreteras estaban habilitadas, y atravesamos el impresionante paisaje del norte de Japón: de un lado las montañas salpicadas de prístinos bosques de pinos y, del otro, el océano celeste, brillante y ahora pacífico.
Una ráfaga cortante de aire helado nos recibió en una carretera casi vacía, señal del encanto perdido de Fukushima, que fue hasta el mes pasado un destino turístico famoso por sus aguas termales terapéuticas y sus deliciosos pescados y mariscos.
Devastación
Un paisaje desgarrador nos esperaba en Iwaki, punto de entrada a la prefectura (municipio) de Fukushima. La que fue una bulliciosa ciudad de pescadores sufrió lo peor del tsunami, con olas de hasta 14 metros.
Nos detuvimos en el poblado de Yotsukura, donde la mitad de sus 1.000 habitantes fueron víctimas del desastre, están desaparecidos o perdieron sus hogares, sus barcos o sus automóviles.
La gente caminaba aturdida detrás de sus máscaras, buscando en los escombros algo que reconstruir. "La población todavía está distribuida en refugios porque seguimos sin alimentos ni agua, y la gasolina escasea", explicó Yuuji Kojima, jefe de operaciones de rescate de la municipalidad.
En la tarde teníamos planeado acercarnos lo más posible al lugar del desastre nuclear. Elegimos conducir tierra adentro y dejamos la costa. A medida que nos acercábamos, pasamos kilómetros de aldeas desiertas, donde los perros y el ganado, abandonados por sus dueños, deambulaban entre casas cerradas y caminos destrozados.
El cielo se había oscurecido y temimos que llegara la lluvia, empeorando nuestro riesgo de contaminación. Nos pusimos las máscaras y otra capa de ropa y controlamos nuestros dosímetros.
Cuando pasamos el perímetro de 30 kilómetros en torno a la central nuclear, última ampliación de la zona de exclusión ordenada por las autoridades, llegamos a Miyakoji-machi, una exuberante zona agrícola devenida en aldea fantasma.
Un vehículo de la policía se colocó en el puesto de control de ingreso a la zona de exclusión y, desde allí, se nos ordenó detener el automóvil. Los agentes nos explicaron, amables pero firmes, que sólo podían ingresar funcionarios del gobierno y empleados de la Tokyo Electric Power Company (Tepco), dueña de la central nuclear.
Estacionamos el automóvil, mientras buscábamos un lugar adecuado para que los científicos ubicaran sus equipos de monitoreo.
La lluvia dio paso a la nieve. Dentro del automóvil cada vez más en sombras, las cifras de nuestros dosímetros empezaron a trepar, el mío mostraba 325 microsieverts acumulados, el equivalente a una radiografía de tórax.
Centros de evacuación
La experiencia más angustiante fue visitar dos centros para evacuados. En Tamura, el primer refugio albergaba 800 personas en un amplio gimnasio. Lo que destruyó sus vidas no fue el tsunami ni el terremoto, sino el colapso de una planta nuclear que llevan 40 años tolerando.
Los estrechos espacios para las familias estaban delimitados con cajas de cartón. Los ancianos, envueltos en frazadas, se amontonaban a un costado del recinto.
Me quité a propósito las zapatillas que se entregan a los visitantes en la entrada, donde cada uno deja sus zapatos. Se me congelaron los pies casi de inmediato, una dificultad que los evacuados soportan desde hace semanas, viviendo y durmiendo sobre ese frío y húmedo piso.
En el segundo centro para evacuados, los baños estaban afuera del recinto, convirtiendo en una pesadilla una excursión al retrete en las noches gélidas, sobre todo para los niños y ancianos.
"Durante años las autoridades nos decían que todo era seguro", soltó. "Ya no les creemos más". No quiso sacarse una fotografía ni dar su nombre, y hasta dudó antes de criticar abiertamente lo que pasa. Prefirió concentrarse en la atención de las personas enfermas.
La meta: el estudio más completo sobre seguridad
Mientras Japón lucha por contener lo que aún puede ser el peor accidente nuclear de la historia, el público reclama un modelo alternativo de energía.
Aquí justamente comienza un esfuerzo sin precedentes de una red cada vez más amplia de científicos e ingenieros japoneses --que están buscando también asesoramiento de colegas en Estados Unidos y Europa-- para acometer el estudio más completo que se haya hecho sobre seguridad.
De momento, Tao y su equipo se dedican a negociar su ingreso al corazón de sistemas burocráticos estrictamente controlados y que se han resistido siempre a toda intervención del exterior, uno de los aspectos más problemáticos del desarrollo económico japonés, expuesto ahora por el desastre.
Al regresar a Tokio tarde en la noche nos preguntamos qué lección había aprendido este país del desastre y qué pasaría de ahora en más.
"Las respuestas necesitan tiempo", señaló Tao. "Lo más importante ahora es sostener el esfuerzo colectivo para responder a la tragedia, y eso nos concierne a todos, defensores y detractores de la energía nuclear", añadió.
Luego de haber vivido más de 20 años en Japón, entendí que Tao y su comunidad de científicos comprometidos tenían razón. Primero lo primero. Y sólo entonces habrá que crear el ámbito adecuado para debatir desafíos que son enormes. Ante la catástrofe, la sabiduría japonesa vuelve a aflorar.
Tomado de IPS
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