Por Santiago O’Donnell
Estamos con Obama, el hombre más poderoso del mundo. Hace dos años llegó a la Casa Blanca empujado por un aluvión, Ahora, a veinte días de su primera elección como presidente, ya sabe que va a perder.
Según nos cuenta la revista del New York Times, se la pasa leyendo las biografías de Reagan y Clinton, dos tipos que también perdieron su primera elección legislativa como presidentes, pero después se recuperaron para ganar la reelección.
Obama sabe que va a perder y les echa la culpa a la economía, a la herencia recibida de la peor crisis de la historia. Se consuela sabiendo que Reagan y Clinton perdieron con el desempleo a la mitad de lo que lo tiene él. Sabe que a pesar de todo su índice de aprobación del 45 por ciento no es peor que el de sus ilustres antecesores antes de sus respectivas derrotas electorales, y además supera el del Congreso y el de los dos partidos políticos. O sea, el desencanto es generalizado, razona Obama, hubo que tomar algunas medidas drásticas, hay que esperar a que empiecen a surtir efecto.
Dice eso, pero sabe que va a perder. Tenía, tiene, mayorías cómodas en las dos cámaras. Ahora, según las encuestas, según las tendencias, según el estado de ánimo general, va a quedar con minoría en la Cámara de Representantes, y podría retener el Senado por un solo voto si le va bien en algunas elecciones clave, como la del estado de Washington. En todo caso va a perder y lo sabe, por eso lee los libros que lee.
El dice que va a perder porque le toca perder, pero debe haber otras razones, lo debe saber. Porque no es fácil ganar una elección desde el oficialismo cuando la economía anda mal, pero tampoco es imposible. Tiene que haber otras razones. Lo saben los estadounidenses.
Tampoco será una derrota gratuita. Se puede gobernar con minorías parlamentarias, pero por cada Clinton y Reagan hay decenas de políticos que después de perder no pudieron dar vuelta la situación. Como sea, no va a ser gratis. Para dar vuelta la situación Obama tendrá que cambiar lo que viene haciendo.
Ahí se abre todo un menú de opciones que va desde poner toda la carne al asador hasta no hacer nada que pueda complicar la reelección, dejando para después las cosas importantes, si es que hay un después. Pero primero va a perder.
Obama arrancó su gobierno subido a la ola de una movilización sin precedentes. Marcó un hito al convertirse en el primer presidente negro de los Estados Unidos. La campaña que lo catapultó a la presidencia en el 2008 se caracterizó por grandes movilizaciones que llenaron parques y estadios. Esa movilización tuvo su correlato en el universo virtual, donde a partir del uso de nuevas tecnologías, una red de apoyo a Obama ayudó a politizar a un electorado escéptico y apático, sobre todo a los jóvenes, en un país donde el voto es opcional y la mitad de la gente no lo ejerce.
A toda esa gente Obama movilizó y politizó con un discurso que une dos promesas. Por un lado, la promesa de grandes cambios. Estados Unidos enfrentaba una crisis sin precedentes. No sólo económica sino también de identidad. El país parecía atrapado entre un consumismo desenfrenado que no podía sostener y una guerra en Irak por un falso arsenal de armas químicas. En sus discursos de campaña, Obama prometía cambiar todo con cadencia de evangelista, en un crescendo fervoroso, llevando a sus seguidores a algo cercano al frenesí.
Por el otro, la promesa de unir al país. La guerra y la revolución cultural de Bush hijo habían partido al país en dos bandos cada vez más enojados. Toda esa movida religiosa de Bush de cuestionar la ciencia, de frenar investigaciones médicas, de atacar a las minorías sexuales y el derecho al aborto. La tortura, los secuestros, la humillaciones en las cárceles. Mucha gente enojada. Obama trató a Bush como un señor. Ya lo había dicho en la campaña, sin el fervor con que prometía el cambio, sino con un tono solemne, institucional: Todos estaban convocados, todos serían escuchados, a veces se aprende más del otro, para los grandes cambios hacen falta grandes consensos.
Expresadas en el “¡Sí, podemos!” que coreaba la gente, las promesas parecían dos caras de la misma moneda. La de unir apelaba a las masas, la de cambio entusiasmaba a los activistas.
Pero a la hora de ser cumplidas las promesas terminaron enfrentadas. Una y otra vez Obama debió elegir a quiénes decepcionar: a los que pedían cambiar o a los que pedían armonía. Terminó decepcionando a los dos.
La promesa de grandes cambios Obama la cumplió a medias y un poquito más, según su propia cuenta. La promesa de unir al país le costó caro y aun así no la pudo cumplir. Para el hombre más poderoso del mundo dos promesas pueden ser demasiadas.
De las cinco grandes reformas que se fijó Obama para su presidencia, él dice haber cumplido tres: reforma de salud, reforma educativa y reforma financiera. Faltan las reformas de inmigración y de uso de energía. Las reformas las consiguió en el Congreso, pero no como él hubiera querido.
La reforma educativa le salió bien, la metió en el megapaquete del rescate económico. Se trata de un importante programa de subsidios federales otorgados por concurso a los estados con programas más innovadores para mejorar el rendimiento en los distritos escolares con problemas. Es un programa que va creciendo a medida que los estados van mejorando. El año que viene va a entregar más de mil millones de dólares.
Después de la reforma educativa vino la reforma más ambiciosa, la del sistema de salud. Esa no le salió tan bien. Obama se pasó más de un año y medio buscando un acuerdo con los republicanos y nunca lo consiguió. Terminó cediendo en al menos un aspecto clave del plan, la opción pública, la posibilidad del Estado de competir en el mercado de la salud. Hizo todo tipo de concesiones, pero al final Obama tuvo que sacar la ley con su propia mayoría y ni un voto más, cosa que podría haber hecho desde el principio. Se hubiera ahorrado un año y medio. Esto se hacía bastante evidente en un país golpeado por la crisis, ni hablar de un par de guerras que no iban nada bien. Obama ya estaba perdiendo.
Entonces pasó la reforma de salud y enseguida se puso a sacar la reforma financiera, esta vez sin tanto franeleo. No le dedicó mucho tiempo a la idea de “unir el país”. Presentó la reforma y la impuso con su mayoría demócrata en un Congreso ya completamente partido en dos bloques monolíticos e irreconciliables. Todo esto en medio de estallidos raciales, paranoia antiterrorista y mucho desempleo.
Del descontento surgió un movimiento libertario ultraconservador, el Tea Party, alimentado por grandes corporaciones, no para romper el sistema sino para darle expresión política a su lobby mediático.
Está dicho que el franeleo con los republicanos a Obama le costó caro. Por ejemplo, “el nuevo comienzo” con América latina. Sacrificado en medio del golpe de Honduras, con un abrupto cambio de “policy”, en el contexto de las negociaciones por la reforma de la salud. Después de condenar el golpe de Honduras con toda la región en la OEA, después de negociar con Lula la vuelta del presidente Zelaya, Obama negoció un arreglo con los republicanos del Congreso y dejó pagando a toda la región. Se cortó solo y apoyó la continuidad del régimen golpista con elecciones bajo estado de sitio y el presidente legítimo encerrado en una embajada. A cambio de eso los republicanos destrabaron el nombramiento del secretario de Estado para la región, Arturo Valenzuela.
También hubo concesiones en derechos humanos. Obama continuó buena parte de las directivas secretas de Bush en la guerra contra el terror, y Guantánamo está lejos de haberse cerrado.
Si bien es cierto que su promesa de terminar la guerra en Irak vino acompañada de otra promesa de ganar la de Afganistán, muchos votantes de Obama lo votaron porque estaban cansados de las guerras y del espíritu belicista de Bush.
Obama también hizo costosas concesiones en política ambiental. La negativa de su gobierno a reducir las emisiones de gases tóxicos al nivel recomendado fue determinante en el fracaso de la cumbre ambiental de Copenhague.
Mucho más caro le salió el derrame petrolero. Durante la campaña presidencial Obama se había opuesto a la perforación costera. Pero para cerrar el paquete de estímulo revirtió su posición y autorizó algunas perforaciones. Levantó una moratoria que databa de los tiempos de Bush padre, indignando a los ambientalistas. Al poco tiempo ocurrió el derrame del Golfo. Para qué. Esas cosas se pagan.
Ahora que sabe que va a perder, Obama está pensando en lo que va a hacer de acá a la próxima elección, la del 2012, la presidencial, la que cuenta. Tiene dos cuentas pendientes: la reforma energética y la reforma migratoria. Después está la agenda internacional: paz en Medio Oriente, acuerdo con los rusos, etc. etc.
Lo más importante: control del partido. La tropa tranquila. Que no le salga un rival en la interna. Después, hay que ver qué pasa en el Congreso. Si llegan muchos candidatos Tea Party va a ser más difícil hacer acuerdos, ni hablar de blanquear a doce millones de inmigrantes.
A Obama no le fue bien buscando acuerdos cuando tenía una mayoría. Ahora no le va a quedar más remedio. Pero tendrá que ver con quién los busca, si por adentro o por afuera del liderazgo republicano.
Hace cálculos políticos, cálculos electorales. Dice que el amor de las masas va y viene. Que la magia está intacta, esperando su momento. Es el hombre más poderoso del mundo, el más ganador. Lleva dos años sacando al planeta de la peor crisis de la historia, o al menos eso debe pensar. Le sobra autoestima.
Ahora le toca perder. Eso lo sabe, eso lo acepta. Pero no da muestras de saber que perdió, ni cómo, ni dónde, ni cuándo. Es posible que entienda que perdió mucho más que la elección que va a perder. Quizá lo sabe pero no lo puede mostrar, porque el poder no admite dudas.
Pero parece un poco perdido ahí solito en la cima, desde donde todo se ve demasiado bien.
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