“Copenhague es una inmejorable ocasión para que los gobiernos sienten las bases de una nueva economía verde.” -Ignacio Galán, presidente de Iberdrola-
Por Isaac Rosa
Durante un tiempo estuve tentado por alistarme en el bando negacionista del cambio climático. Veía sospechosa tanta unanimidad, me dejaban frío las campañas catastrofistas, y Al Gore consiguió espantarme del todo. Pero como no soy de los que llevan la contraria sólo por enredar, me puse a leer cosas serias. El escepticismo se me pasó con unos cuantos artículos científicos, que espero hayan leído los gobernantes que hoy llegan a Copenhague.
No espero que los líderes mundiales den una lección de ecologismo estos días. Para eso ya están las eléctricas y las grandes constructoras. Me gustaría que los Obama y compañía hagan algo más que retratarse en bicicleta o convertir el texto de conclusiones en un bonito manifiesto.
El reto es enorme, y la voluntad escasa. El deterioro ambiental no se frena con unas cuantas medidas, ni prometiendo más molinos, ni mercadeando con las emisiones. Exige una transformación del modelo económico para la que nadie tiene ganas ni prisa. Si no lo han hecho con la crisis, ni por supuesto les ha conmovido nunca la miseria y el hambre que causa este modelo, ¿por qué iba a conseguirlo una amenaza imprecisa y lejana como la climática?
Si se cumplen las previsiones pesimistas, y la reunión termina con un acuerdo no vinculante que aplace el tema hasta la próxima reunión, los gobiernos no sólo habrán perdido otra oportunidad: además, conseguirán que la cumbre agrave un poco más el calentamiento global. Si ponemos en un plato de la balanza las emisiones contaminantes que causará la propia cumbre (desplazamientos, luz, calefacción y mil consumos), y en el otro plato la efectividad de sus resultados, la cuenta podría salir a pagar. Y lo pagaremos todos.
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