Daynet Rodríguez Sotomayor
Medellín, la ciudad de la eterna primavera y el motor industrial de Colombia, ya no muestra a simple vista la cara del terror. Descubrirla en el trayecto de 45 minutos desde el aeropuerto, es descender en una montaña rusa de curvas zigzagueantes, hasta que se abre a la vista el valle intramontano, a 1475 metros sobre el nivel del mar, y aparece una estela monocorde de modernos edificios, altos y rojos, por la característica construcción de ladrillos, que más tarde sabré es un material abudante en la zona. Relativamente joven, si se compara con otras ciudades latinoamericanas, Medellín apenas tiene huellas del pasado colonial, ni construcciones e iglesias espectaculares de la época española. Lo que impresiona, entonces, es su trazado urbanístico y cómo bajan en cascadas, por las laderas mismas de las montañas, las moles de 20, 30 pisos, en un alarde de ingeniería e innovación... Al extranjero, Medellín lo recibe con un clima cálido y una amabilidad desbordada, mientras la obra del maestro Fernando Botero está en todas partes para convertirse en una marca-ciudad y un aliento: el parque Botero, con sus 23 estatuas al aire libre, que el artista recubrió con pátina, una técnica que protege del sol y la lluvia pero no inmuniza frente al sudor que aquí y allá ha bronceado y aclarado los pedazos más manoseados y cercanos a la gente, como el "soldado romano", que según la leyenda la mujer que se agarre de su miembro erecto tendrá asegurado amor eterno; o la "gorda" de Botero, que le da la espalda y le enseña sus nalgas al Banco de la República, para sus habitantes una burla a los comadreos financieros. O el famoso monumento a la barbarie, donde yacen dos obras del maestro: las palomas de la guerra y la paz. La primera, mutilada por una bomba puesta allí en un día de concierto que dejó cientos de muertos, una obra sin reparar por deseo expreso de Botero, para que nunca se olvidara la tragedia; y la segunda, símbolo de un nuevo tiempo. Todos, lugares de encuentro de jóvenes y viejos, de madres q retratan a sus hijos, de cientos de vendedores ambulantes que te imploran les compres algo, de artesanías, de réplicas de las esculturas, de jugos y guarapo que en realidad es nuestra limonada. No se puede palpar en cinco días el alma de una ciudad. Probablemente solo vimos la vitrina, lo típico. El circuito turístico solo enseña la opulencia y esconde la pobreza. Pero una cosa sí sentimos: el paisa, el antioqueño, el habitante de estas tierras, es un ser noble, atento y preocupado por la seguridad del visitante, orgulloso de su cultura y de sus costumbres... Éramos par de cubanas que viajamos como delegadas a un congreso internacional de Relaciones Públicas del que luego contaré mis impresiones. Y a nosotras nos confundían con costeñas, de Barranquilla, Cartagena, Santamarta, por nuestro "hablar tosco", pero cuando decíamos ¡Cuba!, más de uno hacía el intento de chocar sus puños con los nuestros, en señal de respeto y cariño. Medellín nos deja también el recuerdo de su tráfico trepidante, la energía de la Plaza de los Pies descalzos, la admiración por la belleza del Pueblito Paisa y su mirador a la ciudad, los deseos que desde el bus lanzamos a la Plaza de igual nombre, y la experiencia de conocer una ciudad acogedora y hermosa...
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