miércoles, 16 de marzo de 2011

Las misteriosas relaciones entre Hollywood y el Pentágono


Por Mariano Kairuz

“Un marine nunca se rinde.” En el que vendría a ser el momento más ¿humano?, ¿emotivo?, de Invasión del mundo: Batalla Los Angeles, estreno de esta semana, el sargento Michael Nantz detiene por un instante su denodada lucha contra los impiadosos extraterrestres que están tratando de quedarse con nuestro planeta, para contener al pequeño Héctor, cuyo padre acaba de morir en el fragor de la batalla. “Dilo para mí”, le pide el valeroso Nantz a Héctor: “Un marine nunca se rinde”. El chico, exprimiendo algunas lágrimas, repite la frase como un mantra. Quizá algo esté perforando su cerebro para siempre en ese mismo instante. El ejército de los Estados Unidos acaba de reclutar a otro muchacho para causas futuras.
Es posible que Invasión del mundo, con ese título vago y dudoso, sea la película sobre ataque extraterrestre a la que menos le interesen los extraterrestres que atacan. Los vemos por ahí después de un rato, y resultan ser una cruza deforme de otras criaturas que vimos en muchas otras películas. Si durante décadas el cine sobre alienígenas ha provisto una estructura sobre la cual montar metáforas sobre el miedo “al otro”, esta vez ya casi no hay metáfora: el otro es sencillamente una “amenaza” sin identidad, no importa demasiado si un marciano o un fundamentalista musulmán afgano, o un souvenir del comunismo soviético. Y en lugar de detenerse en detalles, entonces, Invasión del mundo está narrada como una película de guerra “moderna”, de cámara vertiginosa entre las trincheras, helicópteros, tanques y explosiones, fajina y gritos de coraje bajo fuego.
Y para cuando llega el momento de “un-marine-nunca-se-rinde” confirmamos lo que veníamos presintiendo desde hace rato, eso que tantas veces se dice a la ligera sobre grandes superproducciones hollywoodenses que parecen celebrar el poderío militar norteamericano: que esto no es otra cosa que propaganda de los marines. El tema es que detrás de eso que se dice a la ligera (¿el ejército salva a Nueva York de Godzilla o al mundo de un asteroide gigante que se dirige a la Tierra? ¡Propaganda!) se aloja una sospecha difícil de comprobar. ¿Acaso estas superproducciones millonarias están directamente pagadas por el gobierno norteamericano para promocionar su imagen de imperio militar?
No. Bueno, en realidad: no de manera directa. Lo que equivale a decir que un poco sí. Según lo consigna y documenta profusamente el periodista David L. Robb en su libro Operación Hollywood (2004), las relaciones entre Hollywood y el Pentágono están dispuestas de tal manera que éste muy a menudo colabora con aquellas películas que de alguna manera favorecen su imagen ante el público. Se trata de una colaboración que vale varios millones de dólares –los que cuesta alquilar un helicóptero de guerra, hacer volar un jet, reproducir un portaaviones nuclear en un estudio–, con lo cual el Pentágono más de una vez ha decidido con sus militarizados pulgares si una película cara debía hacerse o no. La relación entre el Pentágono y la industria del cine data formalmente de más de sesenta años atrás, por lo cual es lícito preguntarse también si el Pentágono no ha escrito lisa y llanamente los argumentos de muchas películas en las que el ejército sale tan bien parado (como podría sospecharse de Invasión del mundo). La respuesta también es no, pero hasta ahí nomás: si un productor en Hollywood quiere la colaboración del Pentágono, debe poner a su disposición el guión de la película que quiere filmar, y a cambio tendrá una primera devolución en la que representantes de Defensa, destinados a la evaluación de este tipo de proyectos, no se privan de anotar sus “sugerencias” para que el libreto se adapte a sus conveniencias. Estas sugerencias abarcan desde alguna sencilla línea de diálogo, hasta personajes y escenas completas que “deben borrarse”, locaciones geográficas alteradas por motivos políticos y finales enteros reescritos.
No es del todo sencillo comprobar si una película ha recibido la nada desinteresada colaboración del Pentágono, aunque a veces alcanza con chequear los créditos finales. ¿Cómo saber entonces si Invasión del mundo: Batalla Los Angeles es efectivamente “propaganda” del ejército de los Estados Unidos? Una clave: como de costumbre, hay que leer la letra chica. Ahí, en la lista completa de créditos, al final, en los special thanks, donde hay uno dedicado a un tal, desconocido pero insospechadamente ubicuo, Phil Strub.
RAMBITO Y RAMBON EN EL PENTAGONO
Aunque su nombre no dice nada para la mayor parte del público, Philip Strub ha sido una figura central para la concreción de muchas superproducciones de Hollywood de los últimos 20 años. Desde 1989, este hombre que hoy tiene unos 62 años dirige la oficina de relaciones del Pentágono con la llamada industria del entretenimiento. Ex oficial de relaciones públicas de la marina durante tres años a fines de los ‘60, ex estudiante de cine (en los ‘70) y realizador publicitario (en los ‘80), Strub es hoy un personaje altamente influyente en Hollywood: sobre su escritorio –describe Robb, que lo ha convertido inevitablemente en uno de los personajes centrales de su libro– se apilan numerosos guiones enviados por los productores junto con su solicitud de colaboración. Sin el visto bueno de Strub, probablemente películas como Armageddon o Transformers –por poner dos ejemplos que despliegan en escena un enorme poderío tecnológico militar– serían muy diferentes, o quizá ni siquiera hubieran llegado a hacerse.
Strub no es el primero en ocupar su puesto. Lo precedió un hombre llamado Don Baruch, que ejerció un cargo similar durante cuarenta años. Es decir, desde 1949, año en que otro hombre del ejército, un tal John Horton, ayudó a redactar el primer acuerdo formal del Departamento de Defensa para la cooperación con la industria del cine. (La relación de Hollywood con las fuerzas data aún de más lejos: en 1927, Wings, el film de William Wellman, fue el primero realizado con la colaboración de la fuerza aérea.) Horton eventualmente dejó el ejército por el cine, donde por años ayudó a los productores a –dice Robb– “orientarse en el laberinto de reglas que él mismo había ayudado a crear”. No suena casual que haya sido la posguerra la época en que el Departamento de Defensa empezó a organizar seriamente su colaboración con lo que seguramente veía como el mayor aparato promocional de todos los tiempos. La oficina que tanto tiempo han dirigido Baruch y Strub cuenta con una Guía para productores para la cooperación entre el ejército de EE.UU. y la industria del entretenimiento, que define su postura acerca de cuáles son las películas de interés para el Departamento de Defensa: aquellos que “contribuyan al reclutamiento y la permanencia del personal”. Por eso es que un film como Top Gun representa la película de propaganda perfecta para el Pentágono. En 1986, el US Navy instaló stands de reclutamiento en algunos de los principales cines que proyectaban la película de Tony Scott que convirtió a Tom Cruise en una estrella, para aprovechar la adrenalina de los muchachos que salían de verla, y no les fue nada mal: tras el éxito de Top Gun, obtuvieron la mayor cantidad de inscripciones en años.
No deja de ser llamativo que tratándose de un factor tan presente en superproducciones masivas, tan condicionante y tan vigente, nombres como el de Strub permanezcan en las sombras. Al menos Robb –un crítico de cine de publicaciones influyentes como Daily Variety y The Hollywood Reporter– ha dejado un documento esencial sobre el tema. Operación Hollywood: la censura del Pentágono está munido de una abrumadora cantidad de anécdotas sobre los films que contaron con la colaboración del Departamento de Defensa, así como muchos otros que fueron rechazados, o denigrantemente llevados a “autocensurarse”.
ENMENDANDO LA PRIMERA ENMIENDA
Algunas de las anécdotas que expone Operación Hollywood son historias menores que dan una idea de la magnitud de la intromisión militar en los contenidos de los guiones. Es el caso de Peligro inminente, la segunda película de la saga de Tom Clancy iniciada con La caza al Octubre Rojo. “El guión ha sido revisado para reflejar las preocupaciones del Departamento de Defensa relativas al control y mando militar, el reconocimiento de la soberanía colombiana y la inclusión de un retrato más favorecedor del presidente. No sólo se han evitado las descripciones negativas del ejército, sino que las descripciones de militares se han convertido en un anuncio para nosotros y la película resulta valiosa como medio de información al público”, escribió, sin ruborizarse, el comandante David Georgi en su informe sobre la producción de la película a fines de 1993.
La desesperación de algunos productores por conseguir la ayuda necesaria para hacer sus películas los ha llevado a incurrir en bestiales “borramientos” de la historia. Uno de los casos contemporáneos más salvajes es el de Códigos de guerra (Windtalkers), el film de John Woo con Nicolas Cage sobre los códigos secretos navajos usados durante la Segunda Guerra. Bajo reclamo de Strub, los productores no sólo accedieron a eliminar una escena del guión original en la que un marine al que llaman El dentista roba los dientes de oro de los cadáveres japoneses diseminados por el campo de batalla, sino también una escena final en la que Cage mata con un lanzallamas a un soldado enemigo que intenta rendirse (momento clave para caracterizar al personaje y su deterioro moral y psicológico), y una línea de diálogo particular que tiene base en registros históricos oficiales reconocidos por el propio gobierno norteamericano: la orden que se le imparte al personaje de Cage de matar al cifrador navajo en caso de que éste se encuentre en peligro de ser atrapado por el enemigo. Aunque al capitán Matt Morgan, a cargo de la oficina de relaciones con el cine de la marina, le había gustado mucho el guión, se sintió en la obligación de escribirle a Strub que “la escena de El dentista es inadmisible. Se trata de una conducta impropia de un marine. Admito que sólo hay que mirar unos cuantos libros sobre la Segunda Guerra para entender que se cometieron atrocidades como aquélla, especialmente en el Pacífico. Fue distinto a lo ocurrido en Europa, donde luchaban blancos contra blancos. Allá eran blancos contra asiáticos y como no nos parecíamos unos a otros, cometimos actos inhumanos, es un hecho comprobado”.
No menos elocuentes son algunos casos en los que las negociaciones entre productores y militares no prosperaron y las películas debieron hacerse sin colaboración del Pentágono. En el memorándum de Defensa emitido a partir de la lectura y evaluación del guión de Forrest Gump podía leerse: “El guión transmite la impresión de que en la década del 60 el ejército estaba formado por soldados ingenuos y de pocas luces”, una impresión “tan infundada como perjudicial para su imagen”. En rigor, no era tan infundada: se sabe que durante la guerra el ejército reclutó soldados con un coeficiente intelectual bajo. Un teniente coronel escribió: “Aunque el film no hace ninguna mención explícita al respecto, la descripción de Forrest corresponde al perfil de los 100 mil de McNamara”, un plan puesto en marcha por el secretario de Defensa (Robert McNamara) para reclutar gente que antes no hubiera superado los tests de inteligencia de las fuerzas armadas, y por el que lograron sumarse más de 350 mil hombres al ejército. Muchos de ellos sirvieron en Vietnam, donde sus compañeros los llamaban los “Moron Corps” (“el Cuerpo de Idiotas”). Pero como se trata de un episodio poco recordado, a Strub no le tembló el pulso a la hora de sencillamente negar que hubiera ocurrido. Forrest Gump se filmó sin colaboración oficial, lo que lejos de deshonrarla, la une en un pelotón con films como Apocalypse Now, Pelotón, MASH, Trampa 22, Nacido para matar, Dr. Insólito, Trece días (sobre la crisis de los misiles en Cuba) y series como Generation Kill.
“En los EE.UU. tenemos la Primera Enmienda, que prohíbe al gobierno favorecer los discursos que le gustan y no favorecer los que no le gustan”, dice Robb. “Uno no puede recompensar a alguien que hace una película diciendo lo grandioso que es el gobierno norteamericano, y negarle las mismas oportunidades a quien los critica. Al usar la asistencia militar, la visión del artista queda inevitablemente corrompida: los militares son buenos fabricando armas y haciendo la guerra, pero no haciendo películas. No tienen sentido del humor y ni siquiera un sentido completo, real y claro de su propia historia”.
RENDIRSE JAMAS
Uno de los casos más lastimosos de los que relata Robb en su libro es el de Dean Devlin, el productor de Día de la Independencia. A mediados de los ‘90 Devlin envió su solicitud de colaboración al Pentágono asegurando: “Vamos a hacer que las naves de La guerra de las galaxias y Top Gun parezcan avioncitos de papel. Si mi película no consigue que cada niño del país salga del cine con ganas de pilotear un cazabombarderos, me comeré mi guión, lo prometo”. Pero ni con todas sus rastreras promesas, Devlin consiguió que las fuerzas armadas le prestaran sus aviones y tanques. “Se trata –le contestaron– de la misma historia de siempre sobre extraterrestres que atacan de un modo despiadado el planeta sin que los esfuerzos patéticos, desesperados y completamente inútiles del ejército logren frenarlos. Se destruyen bases militares y escuadrones aéreos para que al final sea un civil el responsable de poner fin a la invasión extraterrestre. Tal y como está escrito el guión, el principal héroe militar es Steve Hiller (Will Smith), cuya actitud arrogante e irresponsable no reflejan la madurez y la capacidad de liderazgo que deben caracterizar a todo marine que se precie.”
Todos “detalles” que, por supuesto, han quedado limpiamente corregidos en la flamante Invasión del mundo: Batalla Los Angeles. Pasaron 15 años entre aquel espectáculo absurdo pero divertido y el mamarracho que está ahora en cartel, pero el ejército finalmente lo ha logrado, todo gracias al perseverante trabajo de ese hombre cuyo nombre aparece al fondo de los créditos, entre los agradecimientos, cuando ya casi todo el público ha abandonado la sala. Y es que, como todo el mundo sabe, las películas serán cada vez peores, pero un marine nunca se rinde.
Operación Hollywood fue editado en castellano por Océano y se conseguía, hasta hace poco, entre los saldos de la calle Corrientes.
Tomado de Radar

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